Llevaba una semana vagando de un lugar a otro. A veces
soñaba con encontrar un lugar en el que asentarse y pasar el resto de sus días,
pero sabía perfectamente que aquello no era más que un sueño que jamás vería
cumplido.
Su camino le hizo toparse con lo que quedaba de una vieja
casa de piedra. Tenía un enorme jardín en el que quedaban los restos de lo que
parecía haber sido un huerto.
Observó con sus ojos cansados las ruinas que se erguían ante
él. Casi podía ver a una familia viviendo allí. Por un momento pareció teñirse
todo de colores. Pudo ver a dos personas labrando el campo, mientras que otras
dos cosechaban los cultivos. Le pareció incluso escuchar a una vaca mugir,
seguramente alguien la estaba ordeñando.
Leche fresca… Leche en general, hacía tanto tiempo que no la
probaba que apenas recordaba su sabor. Y sabía que nunca más lo volvería a
hacer.
Sacudió la cabeza, había comenzado a llover, y dio la
sensación de que las gotas de agua habían borrado todo rastro de color.
Suspiró y recordó a su familia. Sus padres solían vivir en
un lugar parecido a aquel. Sabía que lo que creía haber visto no eran sino
recuerdos de su propia infancia.
«Oh, mente traicionera… Siempre me haces recordar tiempos
mejores» pensó mientras se acercaba a la puerta de la casa pistola en mano.
No pensaba que hubiese nadie dentro, pero toda precaución
era poca dada la situación. Empujó la puerta con cuidado y se asomó despacio.
Vacío, literalmente vacío. Ni siquiera había polvo allí. Y
eso no le gustó ni un pelo. La ausencia de polvo mostraba la presencia de
movimiento.
Retrocedió lentamente sin dejar de empuñar el arma, podía
aparecer alguien en cualquier momento. Trató de agudizar el oído, pero la
lluvia ya caía con fuerza otra vez, y eso dificultaba escuchar.
Un paso, dos, tres fueron los pasos que alcanzó a dar hasta
que notó algo detrás de él.
—No muevas ni un
pelo —dijo una voz grave.
Él no contestó, sabía que nada que dijese podría mejorar su
situación.
— ¿Qué haces en mi
hogar? ¿Has venido a robar? —preguntó la voz grave.
Él negó lentamente con la cabeza.
— ¿Entonces? ¿Estás
huyendo de algo?
Asintió.
La persona de la voz grave resopló.
—Hoy en día todos
huimos de algo, hijo —dijo con un tono más amigable.
Él dudó unos instantes antes de enfundar su arma.
— ¿Guardas la
pistola? Es un gesto muy estúpido por tu parte, pero también de buena fe.
Fue ahí cuando supo que había actuado bien.
—Mira, haremos una
cosa… Te voy a encerrar en una habitación, pero no me malinterpretes, lo hago
por seguridad. En cuanto amaine la lluvia, te marcharás. ¿Qué te parece?
Él asintió. Sabía que aquello bien podía ser una trampa,
pero tampoco había alternativa.
La persona de la voz grave le indicó que entrase en la casa
y le llevó por ella hasta una habitación. Le ordenó entrar, y cerró la puerta.
Pudo escuchar un candado cerrándose al otro lado.
Observó su celda temporal, tenía una cama vieja y roída, una
cómoda… Y poco más.
Se sentó en el colchón mugriento y aguardó pacientemente. Al
cabo de un rato escuchó pisadas acercándose a la puerta.
—Te he traído algo
de comer. No es gran cosa, pero al menos te ayudará a recuperar algo de energía
—dijo la voz grave.
Vio como una pequeña trampilla se abría en la parte baja de
la puerta, y una mano empujó un viejo plato de hojalata con algo en él.
Se acercó a inspeccionarlo. Parecía algún tipo de pan
casero. No sabía si comérselo, podría estar envenado. Tal vez le drogase. Olía
bien, parecía recién hecho.
Casi sin darse cuenta, ya se había comido gran parte del
pan. Pensó para tranquilizarse que no tendría sentido que le envenenase, pues,
si quisiera matarlo, ya lo habría hecho.
Fuera se escuchaba como la tormenta empeoraba por momentos.
Truenos, viento, un diluvio.
—Parece que vas a
tener que pasar la noche aquí —dijo la voz grave —. En la cómoda hay unas
cuántas mantas, siéntete libre de utilizarlas.
Él cogió algunas y se tumbó sobre la cama. Era realmente
cómoda pese al aspecto cochambroso que tenía. Se quedó dormido
irremediablemente.
Se despertó a saber cuántas horas después. Se incorporó y
miró a su alrededor. ¿Realmente estaba allí?
Se fijó en que había otro pan y una botella de agua delante
de la puerta. También una nota.
«Te he dejado esto para que desayunes. Yo me voy, pero
cuando vuelva, espero que te hayas ido. No es nada personal, pero hoy en día no
puedes fiarte de nadie. Espero que te vaya bien en tu viaje y que sobrevivas.
Suerte.»
Entonces se percató de que la puerta estaba entornada.
Engulló el pan y bebió la mitad de la botella, guardó el
resto para más tarde. Echó una última mirada al lugar y retomó el camino.
Aquella noche había sido un regalo para él. Comida, cama,
refugio… No podía pedir nada más. Sin embargo, ahora le aguardaba el camino,
otra vez. Y sabía que posiblemente, no volviese a tener esa suerte nunca.
Se giró una última vez para observar la casa. Le pareció ver
a un hombre en una de las ventanas. Incluso le pareció que se despedía de él
con la mano. Quizás no era más que una alucinación. ¿De verdad quedaba gente
buena en el mundo?
Acomodó su mochila y caminó ya sin mirar atrás.