miércoles, 1 de mayo de 2024

El Nómada III

 


Amaneció un día más en aquel devastado mundo. Un día más en el que tendría que continuar caminando por el sendero sin rumbo ni colores, totalmente desprovisto de cualquier atisbo de esperanza.

Un pie tras otro, así avanzaba sin saber hacia dónde. Un paso, otro… Y con cada uno, un nuevo recuerdo emergía en su memoria.

Se encontraba en lo alto de un risco, observando los alrededores en busca de algo, cualquier cosa o señal que le mostrase qué dirección seguir, pero nunca aparecía nada.

Echó la vista atrás, cómo si allí pudiese ver todo cuanto dejó en el viejo mundo. Su familia, sus amigos, su trabajo… Palabras que ahora carecían de sentido alguno.

«Palabras… Me pregunto si todavía quedarán escritores» pensó mientras se imaginaba a sí mismo escribiendo un libro.

Sacudió la cabeza para desprenderse de aquella idea. A fin de cuentas, tampoco debía quedar muchos lectores. En realidad, no debía quedar mucha gente en general.

Descendió del risco sintiendo una decepción que ya le acompañaba desde hacía tiempo. Otro día en el que no sabía qué rumbo tomar.

Caminó durante horas hacia lo que pensaba que era el Este. Siempre trataba de ir en esa dirección, pues tenía la esperanza de que allí donde el clima era más cálido, podría haber algún grupo de personas amigables. Tal vez allí encontraría una comunidad a la que pertenecer.

Aunque en realidad sabía que era improbable. A fin de cuentas, ni siquiera en el viejo mundo había llegado a encajar realmente en un grupo. Sonrió, sin saber muy bien por qué, pero lo hizo.

Se acercaba la noche cuando escuchó un estruendo lejano a sus espaldas, un trueno anunciando que se aproximaba una tormenta. Y ya no eran como antaño, ahora eran gélidas y ácidas. Tenía que buscar refugio dónde fuese, pero había un problema: estaba en mitad de un páramo completamente vacío.

Otro trueno, esta vez llegó a ver el relámpago, así que contó los segundos para hacerse una idea de a qué distancia se encontraba la tormenta. 1, 2, 3… 6 segundos, así que la tormenta estaba tan solo a 2 kilómetros de distancia. Debía darse prisa o sería alcanzado.

Caminó deprisa prestando especial atención a cualquier estructura que pudiese otorgarle cobijo. Finalmente llegó a lo que muchos años atrás debió ser una parada de autobús. No era mucho, pero por lo menos le cubriría de la lluvia.

Colocó una lona de plástico que llevaba en la mochila para reforzar su refugio y aguardó. La tormenta no se hizo esperar, primero unas gotas, luego un diluvio. Empezó a hacer frío. Frotó sus manos para calentárselas.

Estaba tumbado en el suelo medio dormido cuando el sonido de una tos le sobresaltó. Estaba muy cerca. Se levantó y se asomó detrás de la lona. Todavía llovía, y allí, totalmente empapada, había una niña de no más de 10 años.

¿Qué hacía allí? Pensó en todo lo que debía haber sufrido en aquel mundo podrido, y cometió una irresponsabilidad:

«¡Niña! ¡Ven aquí, resguárdate de la lluvia!» exclamó.

Ella dudó unos instantes, pero finalmente se cubrió con él. Tenía los ojos rojos, parecía haber estado llorando hacía poco. Al principio no dijo ni una palabra, pero gracias a la insistencia de él, terminó hablando. Llevaba bastante tiempo viajando con su tío, él había cuidado de ella desde el principio. Se sintió aliviado al saber que había conseguido mantenerla ilesa todo aquel tiempo.

También le contó que habían capturado a su cuidado hacía tan solo unas horas. Le dijeron que la entregase a un grupo de desalmados, y al negarse, le atraparon para esclavizarlo.

Él dudó unos instantes, pero finalmente le pudo el corazón. Le dijo a la niña que irían en su búsqueda. Para una persona buena que quedaba, no podía dejarla a suerte de unos asquerosos bandidos.

Esperaron a que amainase un poco y partieron al lugar en el que la niña vio por última vez a su tío. Siguieron las huellas que habían dejado, y les llevaron hasta una pequeña empalizada. Dentro no podía haber más de dos o tres personas.

Sacó su arma y se preparó, a sabiendas de que tan solo tenía una única bala. Dio una patada a la puerta mientras rezaba por que no tuviesen armas de fuego.

En el interior dos hombres sucios y desaliñados estaban sentados tirándole piedras al que debía ser el tío de la chica.

«No mováis ni un pelo» ordenó mientras les apuntaba. Ellos se quedaron petrificados, pero obedecieron. Él le dijo a la chica que fuese a desatar a su tío. Cuando estaba a su lado, uno de los hombres sacó un puñal y se abalanzó sobre ella.

Por suerte él actuó rápido y fulminó de un disparo al atacante antes de que consiguiese herirla. El otro bandido se quedó pálido de terror. Había gastado su última bala, pero al menos había salvado la vida de aquella niña.

Desató a su tío, que acto seguido acabó con el captor que quedaba.

«Gracias» dijo mientras abrazaba a su sobrina «¿Cómo puedo agradecértelo?» preguntó.

«Sigue manteniendo a la niña a salvo, eso será suficiente agradecimiento» contestó él.

El hombre sonrió y le abrazó. Llevaba años sin sentir el calor de un abrazo, más que eso, llevaba años sin tocar a una persona de manera no agresiva. Aquello le reconfortó.

«Ven con nosotros, vamos tras un lugar seguro» dijo.

Él dudó.

«Hemos oído de buena mano de un refugio a unos días de aquí, allí hay gente buena» insistió el hombre.

Finalmente accedió, al fin y al cabo, tampoco tenía dónde ir.

 


El Nómada III

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