Llega un
momento en la vida en el que te replanteas absolutamente todo.
Miras
hacia atrás, y repasas cada paso que has dado, cada decisión.
Y te cuestionas… ¿Habré hecho bien? ¿He seguido el camino adecuado?
Pero, no
te arrepientes de nada.
Toda decisión que has tomado, cada vez que has apostado, aunque hayas perdido,
tú siempre has hecho lo que has considerado lo correcto.
El
problema es que, no arrepentirte no tiene por qué significar que te alegres o
te sientas realizado con todo lo que has hecho.
Y,
entonces… Te lo replanteas todo, una vez más.
¿Para qué
estás ahí? ¿Para qué luchas?
¿Para qué seguir?
Otra
vez, echas la vista atrás, y, ¿qué ves?
Dolor, sufrimiento, tristeza, vacío…
¿Te ha merecido la pena todo el camino hasta aquí?
Realmente,
tampoco sirve de nada pensar en ello. El pasado no se puede cambiar.
Sin
embargo, miras al presente, y, ¿qué ves?
Dolor, sufrimiento, tristeza y vacío.
Pese a saber que la Luz está en alguna parte, tú vives en la más absoluta
oscuridad.
Es
entonces cuando miras hacia adelante, y… ¿qué quieres ver?
¿Quieres seguir atrapado en este bucle en el que te encuentras?
¿Quieres seguir luchando?
Pero…
¿Te queda otra opción?
¿Hay algo que puedas hacer?
Te
sientes condenado a luchar, eternamente.
¿Contra
qué luchas? ¿Para qué lo haces?
Pero
sigues caminando, sigues luchando. Porque no te queda otra.
Piensas
en tirar la toalla, más de lo que deberías, más de lo que admitirías… Pero no
lo haces.
Sigues
caminando, siempre.
Pero
entonces vuelves a mirar, al pasado, al presente, y al futuro.
Y sientes miedo, pánico.
Sientes que estás a punto de perderte a ti mismo, una vez más.
Que estás a punto de perder la poca cordura que te queda.
Pero…
¿Qué puedes hacer?
Nada. No
puedes hacer nada.
Tan solo
luchar.