Hay
momentos de la vida en la que nos paramos a contemplar lo que tenemos. No me
refiero a bienes materiales, me refiero más bien a la situación en general en
la que nos encontramos.
Te paras
a observar, y entonces comienzas a plantearte cosas.
¿Estoy
bien así? ¿Me gusta lo que tengo? ¿Me estaré conformando?
Esas y
otras preguntas te dan vueltas en la cabeza una y otra vez.
Tal vez
te encuentres en una situación en la que, bueno, no estás bien, pero tampoco
estás mal.
Como si
te encontrases en algún tipo de suspensión temporal cuyo final es incierto.
Y
entonces te paras a pensar en si deberías hacer algo para cambiarlo. En si
realmente está en tu mano el modificar tu situación.
El
problema es que las cosas no siempre son fáciles, de hecho, suelen ser bastante
complicadas.
Pero de
pronto, sucede algo.
Ves la
posibilidad de dar un salto hacia el cambio.
Un salto
hacia el vacío, esperando que haya algo abajo que amortigüe tu caída.
Un salto
de fe.
Y te pones
a darle vueltas, viendo cómo, poco a poco, esa posibilidad se evapora en el
aire.
Hasta
que llega el momento crítico en el que, o te arriesgas a saltar, o perderás la
oportunidad para siempre.
Y
saltas. Te lanzas al vacío sin ningún tipo de cuerda de seguridad, ni
paracaídas, ni nada que te asegure que no caerás contra el duro suelo.
Pero has
saltado, y ya no te queda otra que esperar a caer del todo para ver qué sucede.
Caes
mientras la incertidumbre te quema por dentro, mientras miedos e inseguridades
te abruman.
Pero no
dejas que te detengan, al fin y al cabo, ya has saltado, y no hay marcha atrás.
En esa
situación me encuentro yo.
He dado
un salto de fe enorme, en varios aspectos de la vida.
Y estoy
cayendo, cada vez más rápido.
Solo
espero que algo amortigüe mi caída, y que el salto de fe no haya resultado ser
un salto al vacío.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
¿Qué se te pasa por la cabeza, Habitante?